viernes, 17 de octubre de 2008

El cielo, la tierra y la lluvia



Entre tanta oferta cinéfila y gastronómica del Festival de Valdivia tuvimos que optar salomónicamente y con dolor no pudimos ver Realismo socialista o La maleta, los tempranos filmes de Ruiz. Tampoco pudimos repertirnos los ciclos de Bresson o de Rejtman. Era poco el tiempo y el lunes debíamos volver a nuestra rutina espartana en Santiago, aunque no daban ganas. Vimos pocas películas (notable estuvo el documental sobre Luca Prodan y la chilena Alicia en el país), pero comimos y bebimos en exceso, especialmente el domingo 5 de octubre celebrando los 20 años del triunfo del No en un restaurant en Los Molinos frente al mar, cerca de Niebla. Como no me gusta el fútbol, pocas veces tengo motivos para celebrar algo (la última vez fue la muerte de Pinochet). Ceviche, empanadas de centolla y locos, pisco sour, vino blanco. En la larga sobremesa recordamos lo que estábamos haciendo hace 20 años para el plebisicto del 88, la franja televisiva del No y a Jorge Estévez, "el mino del No" que terminó a cargo de la Posada del Corregidor y de un programa sobre arte chileno en Canal 13 cable, donde aparentaba no saber mucho del tema. Nos acordamos del titular Corrió solo y salió segundo del Fortín Mapocho, de esa noche tensa que terminó cuando la Cooperativa sacó al aire la cuña de Matthei reconociendo el triunfo del No y frenando la idea de Pinochet de sacar las tropas a la calle y no aceptar los resultados. Luego ficcionamos sobre lo que estaremos haciendo en 2028 para los 40 años del plebiscito (menos uno de los comensales que anunció pronto suicidio, luego de publicar su Historia Jeneral del arte chileno).
Tras las comilonas, vendrían las caminatas por Niebla y mi obsesión: tratar de buscar el esquelético árbol que aparece en El Cielo, la tierra y la lluvia, de José Luis Torres Leiva, para contemplarlo silencioso e inmóvil en su hábitat natural. Tarde aclaró el director que en realidad ese árbol quedaba en Valdivia, cerca del horroroso monstruo de cemento que están levantando sobre el ex hotel Pedro de Valdivia. La película está construida bajo una lógica trinitaria, desde el título a los personajes: Padre, madre, hijo. Toro, Ana, Marta. Lo masculino, lo femenino y el daño. El instinto bruto, el don del misticismo y la pérdida. La enigmática médula de esa trinidad flota y se respira en cada uno de los habitáculos semivacíos que aparecen en la película, marcados por la humedad y la ausencia. El cielo, la tierra y la lluvia también es una temeraria y furiosa declaración de principios de su autor. Todo elemento narrativo accesorio parece haber sido eliminado por Torres Leiva. Otra de las claves de su canon es la elección de curtidos actores de teatro que parecieran no estar actuando. La grandeza de los años de oficio de Julieta Figueroa (Ana), Pablo Krog (Toro), Mariana Muñoz (Marta) -la escena donde intenta ahogarse es desagarradora- y Angélica Riquelme radica en la precisión con que expresan el mundo interior de sus personajes, desprovistos de toda falsedad o desborde dramático. Una película a la que dan ganas de volver, una y otra vez.